Meses atrás en plena efervescencia electoral la agenda pública de las “propuestas” presidenciales se centró a ultranza en la lucha por el poder político, en abstracto, es decir buscar el poder político bajo la premisa de obtenerlo para los fines e intereses personales o sectarios que se quiera, el poder por el poder. Ante este escenario y como un intento por incluirse dentro de la dinámica electoral múltiples sectores de la sociedad mexicana decidieron participar en el proceso electoral teniendo a las manifestaciones públicas como su más aclamado referente y, naturalmente, a los espacios públicos como el entorno posibilitador más indicado para realizarlo, la institución humana por excelencia. Marchando por calles, congregándose en plazas y explanadas se constató y reconoció una cualidad de ciudadano, para muchos nunca experimentada para otros quizá perdida: el empoderamiento, pero este, hay que reconocerlo, no fue político o social, simplemente emocional, una serie de experiencias catárticas que ayudaron a desfogar múltiples posiciones y sentires. Las manifestaciones y exigencias sociales definieron sus objetivos, optando por los más inmediatos, ignoro si los más convenientes. Se trató de una exigencia legítima pero en extremo costosa y agobiante, la de competir, contrarrestar y repudiar día y noche tanto en calles, redes sociales, asambleas, mítines y otros escenarios los mecanismos de los poderes mediáticos del país y sus alcances, los cuales fraguaban hasta la saciedad la candidatura vencedora de EPN. Esta situación motivó, como sabemos, una participación ciudadana nutrida dentro de la cual la de los jóvenes fue enfática. Fuimos testigos, muchos partícipes, de acciones en niveles no vistos en años recientes tanto en la Cd. de México como en otras ciudades del país. Al final, el proceso electoral mexicano se realizó en términos históricamente comunes: Compra y coacción del voto en amplia escala, a la luz de los reflectores y, sin mayor novedad que la de un nuevo presidente electo.
¿Hay beneficios o daños colaterales dentro de estas experiencias? Por qué no fue posible trasladar la naturaleza y exigencia de la presión social establecida por las movilizaciones a otros campos de nuestro vivir cotidiano como por ejemplo, en el acceso a la vivienda, sus características y mecanismos de implantación física, urbana, económica y social, en la naturaleza reprochable de ciertas políticas públicas de desarrollo de ciudad, en los mecanismos de privatización de los espacios públicos, en la falta de prácticas democráticas dentro de la asignación y desarrollo de proyectos y obras de carácter público. La motivación de acudir a las calles y externar, bajo esquemas causales específicos, una serie de exigencias en busca de ser atendidas y resueltas es quizá el medio más eficiente y además el más antiguo con el que cuenta una sociedad para hacer válidos sus esfuerzos en transformar o modificar la manera en que es representada y administrada políticamente. La Ciudad de México merece que la pensemos, la discutamos, la exijamos. Que bajo aquellos mecanismos, comunes en su implementación dentro de la ciudad para los fines de exigir o solicitar, los mismos, los utilicemos para definir que es aquello de la ciudad que necesitamos modificar, mejorar, discutir o decidir entre todos. ¿Por qué, bajo la misma exigencia de construir democracia no exigimos una mejor ciudad? La inclusión en la agenda pública del tema sobre la ciudad y la forma de habitarla es un debate impostergable en su atención.
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