viernes, 1 de marzo de 2024

Concierto para trompeta y orquesta, Joseph Haydn.

Resulta común suponer que los conciertos orquestales dedicados a un instrumento están casi exclusivamente pensados para aquellos considerados como los más destacados, los que tienen una robusta y rica personalidad sonora: El piano, el violín y el violonchelo. Lo anterior, que siendo una idea que tiene verdad, ya que muchos conciertos orquestales y de los compositores más renombrados, han estado destinados a esos mismos tres instrumentos, con preponderancia en el piano, pero frente a una revisión mayor sabremos que esa misma idea es imprecisa.

El concierto para trompeta en mi bemol mayor de Joseph Haydn, de 1796, es un ejemplo de lo que antes se menciona, ya que sería, además, el primero en la historia dedicado a la trompeta y el único escrito por Haydn para tal instrumento. La escritura del concierto trata de un encargo especial por parte de Anton Weidinger, inventor de instrumentos musicales y creador de la trompeta de llaves, la cuál se ubica en un punto intermedio entre la versión barroca y la de pistones moderna.

Habitual al periodo clásico, el concierto inicia con la definición de los temas melódicos principales desde violines y chelos, con toques vía flautas, oboes, fagotes, trompas y timbales. Y de repente sucede, después de un arranque brillante, una trompeta se asoma, aún con su poderosa y peculiar sonoridad metálica, pareciera inundada de timidez, en un principio, pero escuchamos atentos y sabemos que su presencia es de mesura, de una profunda sabiduría.

Afirmaba el erudito Ernesto de la Peña, que en la trompeta moderna aún persiste un sonido mítico y antiquísimo, titánico. Originalmente su sonido era el del llamado, el del anuncio de algo definitorio y que excede a lo humano. Transcurrieron siglos y ese sonido vibrante y revelador fue despojado de su ámbito original, el desierto; tiempo después pasó a animar a dignatarios, filósofos y militares en el templo pagano del imperio; después fue adoptado para la liturgia dentro de la catedral cristiana; luego pasó a servir en la banalidad cotidiana de la corte monárquica y su aculturación concluyó, por lo menos hasta hoy, con lo que hicieron de él, tanto el barroco, el clasicismo y el romanticismo.

Joseph Haydn, Concierto para trompeta en mi bemol mayor. Jeroen Berwaerts, trompeta. WDR Funkhausorchester. Leslie Suganandarajah, director. 2021.






jueves, 22 de febrero de 2024

¿Una banal fotografía?













Mujeres militares israelíes se toman una selfi con las ruinas de la franja de Gaza a sus espaldas.
© Tsafrir Abayon, The Associated Press.

Por sus repercusiones públicas, el ensayo “Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal”, es probablemente la obra más conocida de Hannah Arendt. Adolf Eichmann fue el responsable de la logística en el sistema de los campos de concentración y exterminio del régimen nazi. Al terminar la guerra escapó de Europa y encontró refugio en Argentina, hasta 1961, cuando fue secuestrado por el llamado grupo de “vengadores” del Mosad y llevado a Jerusalén para ser juzgado por el Estado de Israel, donde fue sentenciado a muerte, todo al margen de las disposiciones del derecho internacional. Por el alcance mediático del suceso, el The New Yorker pidió a Hannah Arendt ser una enviada especial en Jerusalén y realizar una crónica del juicio.

Arendt, como corresponsal, no solo describió el proceso del juicio minuciosamente, sino que logró plantear una pregunta que resultó esencial para estudiar un problema que escapaba al mismo juicio contra Eichmann y desde donde logro definir la idea de “la banalidad del mal”: ¿Por qué un hombre cualquiera, que no parece malvado, puede colaborar y ser cómplice de algo absolutamente espantoso? Arendt encuentra en Eichmann a una persona común, quien, desde su interés de cumplir las órdenes del Estado nazi, era consciente de su colaboración y lo que esta implicaba, no es capaz de mentir y negarlo, pero tampoco podía encontrar nada propiamente malo en los actos que ha realizado. Eichmann sostuvo que cumplía órdenes de Estado, además, se asumía como un buen ciudadano y que cumplía aquello que se le encomendaba.

La idea de banalidad constituye para Arendt algo semejante, o bajo ciertas circunstancias, algo más monstruoso y aterrador que los ejemplos de agentes del mal, confesos e ideológicamente convencidos, ya que Eichmann no intentó, frente a su juicio, justificar su participación en los campos de concentración y exterminio desde posiciones ideológicas o morales y reduce todo a la idea de cumplir órdenes o asumir una idea de deber. ¿Pero, por qué una persona con rasgos de normalidad psíquica, que no se asume como hacedora de maldad y que tampoco presenta mayores ambiciones de poder o sometimiento puede involucrarse activamente en un proceso de maldad inimaginable?

Arendt señala que un posible origen se encuentra en una cierta incapacidad de juicio, refiriendo que Eichmann se presenta como un hombre normal, atento a su familia y deberes del hogar, un ser que desplegó toda su capacidad de obediencia y la puso al servicio de una maquinaria burocrática orientada a la muerte. Al hablar de la banalidad del mal, Arendt se refiere a la inconciencia de quien comete crímenes actuando bajo órdenes, lo cual no es suficiente para exculparlo pero que sí lo hace sujeto de una nueva forma de entendimiento y de juicio. De tal manera Arendt, desde la descripción de Eichmann, caracteriza para esa época, a un nuevo perfil de criminal que actúa bajo circunstancias desde las que le es extremadamente complicado entender que su sumisión ante la idea de deber, lo está haciendo partícipe de un crimen.

Después de lo anterior, con la fotografía capturada para The Associated Press por Tsafrir Abayon, donde se precia a un grupo de jóvenes mujeres militares israelíes que se toman una selfi con las ruinas de la franja de Gaza a sus espaldas ¿Es posible rastrear, desde la misma imagen, un rasgo de esa banalidad definida por Arendt? ¿O simplemente trata de simples jóvenes, como las de cualquier parte del mundo, preocupadas por atender el apego ansioso con sus cuentas de Instagram?

jueves, 1 de febrero de 2024

Gaza: La destrucción de una ciudad ya vencida, ya dominada.



Cualquier entorno natural al hombre, desde la perspectiva de su control, dominio o uso, es un entorno susceptible a la guerra. La guerra acontece en el mar, en el bosque, en el desierto, en el aire, en la montaña, en los paisajes nevados, pero ¿Por qué casi siempre la guerra termina con la toma o la destrucción de una ciudad? ¿Es acaso pertinente interrogar sobre por qué la guerra destruye a la ciudad, a una ciudad? ¿No se incurre en superficialidad o en un sinsentido cuando la idea misma de guerra tiene por sinónimo la violencia, la destrucción, la aniquilación?

El ejercer violencia sobre la ciudad, tomar su control político, robar sus bienes, desarticular o modificar su funcionamiento y significado, expulsar o asesinar a sus habitantes o incluso destruirla, son dimensiones usuales dentro de un contexto de guerra. Estas mismas dimensiones de ejercicio de violencia sobre la ciudad, se han observado en todas las culturas del mundo y dentro de todos los periodos históricos: Ur, Babilonia, Atenas, Alejandría, Roma, Cartago, Constantinopla, Bagdad, Tenochtitlán, París, Berlín, Stalingrado, Nagasaki, Mosul, Damasco o Gaza, por citar algunas, han sido escenarios de destrucción o profunda transformación por causas de guerra.

Frente a la idea común de guerra, su comprensión es siempre inmediata y contundente. De manera general, hace referencia a un tipo de conflicto social que, superando las instancias de mediación pacífica de diferencias, su resolución será posible únicamente por la vía la violencia. Por lo tanto, la guerra trata de una de las formas de conflicto social y político de mayor gravedad a la que pueda enfrentarse cualquier grupo humano.

Intentando aminorar la preponderancia de la definición teórica de los conceptos como medio para posicionarse e interpretar determinado fenómeno social y optando por ponderar la manera en que ellos, los conceptos, operan y se movilizan, una caracterización posible sobre los efectos y las relaciones que se establecen en la instrumentación del concepto de guerra, es la referida a que su esencia y verdad se sitúa y acontece en el deseo de dominación y que se manifiesta, entre otras cosas, en la pretensión de aniquilación, en el desafío por imponerse y vencer frente a la opción de perder, ser dominado o incluso aniquilado. Bajo lo anterior, la guerra no solo puede ser contingencia, choque, destrucción o muerte, es la representación de una interacción sobre la cual alguien deberá ser derrotado y alguien más ejercerá en lo posterior, sobre ellos y como resultado, una posición de dominación y hegemonía.

Interrogar sobre la motivación para destruir una ciudad dentro del contexto de una guerra plantea necesariamente muchas más líneas de comprensión que las comúnmente usuales y dictadas por las abstracciones del concepto de guerra. Por lo tanto, la destrucción de la ciudad, no puede constituirse ni entenderse únicamente desde una dimensión material.

Entonces, la guerra encuentra en esa estructura identificada como ciudad, el ámbito de representación más eficiente de la colisión entre el deseo de dominación y la natural reacción de oposición a ese mismo deseo. Y esto sucede porque la ciudad alberga los principales espacios de organización y toma de decisiones de las élites que sustentan, o bien el deseo de dominación sobre un adversario, o también, el antagonismo y la resistencia al mismo deseo. Igualmente, la ciudad generalmente es el entorno para albergar diversas instalaciones que, por su utilidad y relevancia, se constituyen en objetivos deseados para ser atacados o defendidos dentro del curso de una guerra: complejos industriales, centros hospitalarios, cuarteles militares, así como diversos símbolos y objetos urbanos que soportan parte de la identidad social, cultural o histórica de la ciudad.

Bajo esta interpretación funcional y simbólica, la posibilidad para el control, el avasallamiento o la destrucción de la ciudad, resulta fundamental para la consecución del deseo de dominación. Tomar o destruir la ciudad resulta, dentro de una guerra, la demostración más contundente para saberse vencedor y ejercer una dominación.

Por todo lo antes mencionado ¿La destrucción sistemática de Gaza, perpetrada por el Estado de Israel y con la complicidad de las hegemonías occidentales, se inscribe dentro de una disputa entre el deseo de dominación y la natural reacción de oposición a ese mismo deseo? -No.

Gaza es una ciudad vencida, ocupada y dominada por el Estado de Israel desde la Guerra de los 6 días, en 1967; Gaza es una ciudad sin mandos políticos o militares relevantes; Gaza es una ciudad con una población sometida a la subsistencia y que no puede constituir ningún tipo de amenaza política o militar; Gaza es una ciudad sin infraestructuras efectivas y comprobadas de defensa o ataque; Gaza es una ciudad con un bloqueo comercial y económico; Gaza es una ciudad sin capacidad para el auto abasto de comida y productos de primera necesidad; Gaza es una ciudad sin industria; Gaza es una ciudad con una red de servicios básicos como agua potable, drenaje o energía eléctrica críticos, o en absoluta dependencia con terceros.

Pero entonces ¿Cuál es el interés real del Estado de Israel para destruir la ciudad de Gaza? -Llevar a la práctica una serie de acciones, encubiertas en la idea de derecho de defensa, dirigidas a un acoso, expulsión y aniquilación sistemática de la población de gazatíes de religión musulmana suní con la intención de hacerla, bajo el ideal del mismo Estado de Israel, una región homogénea en etnia y religión.

¡No es una guerra, es genocidio!

Fotografía: © Abed Khaled / AP. Un hombre sentado sobre los escombros observa la escena de destrucción producida por los ataques aéreos israelíes en el campo de refugiados de Jabalia, norte de la Franja de Gaza, el 1 de noviembre de 2023.