Una cabeza de caballo

Viernes, 15 de junio de 2018. Se arremolina, descarnado, con una mirada ciega y guiado acaso por un fin heroico, supremo. Una tenacidad inaudita lo sostiene 2300 años después, como quizá la más extraordinaria versión de un caballo, aún cuando solo se parte desde una cabeza. ¿Poseído, fantástico, espectral? ¿Qué fuerza puede impulsar tal dimensión en una criatura que, en principio, carece de comprensión sobre la dignidad, el honor, la voluntad o la heroicidad?

Sospecho que las explicaciones tradicionales sobre cómo alguien alcanza un grado de virtud, o sobre cómo se entiende la virtud, y mirada des de el arte, son insuficientes, restrictivas, incompletas. Para Aristóteles, el carácter moral se forja únicamente mediante la práctica de la honestidad, la valentía, la justicia o la generosidad. La virtud, entonces, se instala y se reclama como patrimonio exclusivo de lo humano.

Pero entonces, ¿Cómo explicar la potencia ética que emana de una ruinosa y antiquísima cabeza de caballo?

Esta figura, esculpida entre el 438 y el 432 a.C., formó parte del frontón este del Partenón de Atenas, en la Acrópolis. Las esculturas del frontón del Partenón, incluida la cabeza de caballo, fueron robadas de Atenas por Lord Elgin entre 1801 y 1812. Llegaron a Londres poco después y fueron vendidas al gobierno británico en 1816, momento desde el cual pasaron a formar parte de la colección del Museo Británico, donde permanecen inmoralmente hasta hoy.

Sobre el párrafo anterior se desprende una ironía colosal: esta cabeza, junto a decenas de miles de objetos arrancados de sus lugares de origen, tratan de representaciones profundas de virtud humana que sus poseedores actuales jamás han practicado. El robo y la retención de estas piezas delatan que la contemplación de la virtud no garantiza su ejercicio. Es más fácil robar y custodiar un ideal que encarnarlo, ejercerlo o replicarlo

La cabeza, que representa al caballo que ha arrastrado durante la noche el carro de la diosa lunar, revela el agotamiento absoluto: las orejas echadas hacia atrás, la mandíbula abierta, las aletas nasales dilatadas, los ojos saltones, las venas prominentes, la carne tensa y escasa sobre el pómulo. No hay enigma ni fantasía en su aspecto, sino una evidencia brutal de esfuerzo.

Los belfos se contorsionan como si buscaran, atropelladamente, un punto de sujeción. Y en ese gesto, en esa torsión, se revela algo más que animalidad: una forma de virtud que desborda la condición humana. Tanta virtud no puede ser el signo de una bestia. O quizá sí. Quizá la razón que desdobla a la bestia es, en realidad, la virtud misma. Y entonces, deja de ser bestia.

Johann Wolfgang von Goethe lo intuyó con precisión:

"(...) uno de los restos más espléndidos de la época suprema del arte, los ojos sobresalen y aparecen junto a las orejas, de modo que los dos sentidos, la vista y el oído, parecen actuar juntos y la noble criatura es capaz de oír y ver detrás de sí realizando un leve movimiento. Ofrece un aspecto tan poderoso y fantástico que da la impresión de haber sido hecha contra la naturaleza y, no obstante, bien mirado, el artista ha creado en realidad un prototipo de caballo, independientemente de que lo haya visto con sus propios ojos o lo haya imaginado en su espíritu; nosotros al menos tenemos la impresión de que ha sido representado en el sentido de la poesía suprema y de la realidad."

La cabeza no representa a un caballo cualquiera, sino una forma de lo absoluto. Una criatura que, sin conciencia de sí, encarna una posible idea de virtud en su estado más puro: esfuerzo sin cálculo, entrega sin recompensa, belleza sin artificio. ¿No es eso, acaso, la cárcel usual y desafiante que los hombres persiguen cuando buscan ser virtuosos?



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