"Sócrates de silencios y palabras precisas, un Confucio, del que manaban constantes enseñanzas, un hombre bondadoso que se prodigaba en la amistad; un hombre dulce que no imponía su indudable autoridad".
Jaime Labastida, presidente de la AML.
Tras una larga trayectoria como escritor, lingüista, traductor y analista, Ernesto de la Peña falleció el 10 de septiembre de 2012 a los 84 años en la Ciudad de México debido, según fuentes periodísticas, a un paro cardiorrespiratorio. Menos de una semana antes había ganado el Premio Internacional Menéndez Pelayo, por “su gran humanismo” y “su conocimiento polígrafo” de las lenguas clásicas y modernas del mundo. Tras estudiar Letras Clásicas en la Universidad Nacional Autónoma de México, donde fungió como traductor de latín y griego, incursionó en el sánscrito, el chino y el hebreo, y más tarde se extendió en otras lenguas de forma autodidacta hasta conocer 33 de ellas. En enero de 1993 ingresó a la Academia Mexicana de la Lengua, y meses más tarde a la Real Academia de la Lengua Española. Ganó los premios Xavier Villaurrutia en 1998, Nacional de Ciencias y Artes en 2003 y Alfonso Reyes en 2008, además de la medalla de oro de Bellas Artes y el Premio Nacional de Periodismo José Pagés Llergo en 2009.
Cuando se lee la obra escrita de Ernesto de la Peña, o se le escuchaba hablar ya sea sobre música, religión o cualquier otra manifestación humana lo primero que asombra es la vastedad y al mismo tiempo lo múltiple de sus conocimientos; textos leídos en lenguas que carecen de parentesco entre sí, movimiento constante entre lenguas muertas y lenguas vivas, oscilaciones que van del griego al latín, del árabe al arameo, del español al francés, del alemán al italiano, en suma las preocupaciones de Ernesto de la Peña se ubica un éxodo inacabable, constante por el conocimiento de la cultura universal.
Mi acercamiento a la obra de Ernesto de la Peña no fue directamente por su trabajo escrito, lo fue a través su programa radiofónico sabatino dedicado a la Ópera. Las primeras ocasiones, escuchándolo, advertí pasmado y con asombro la abrumadora pero siempre alentadora magnitud de sus posiciones y opinión, así acostumbré esperar ansioso cada fin de semana bajo la idea de volver a esa atmosfera laberíntica, definida por las conexiones realizadas por Ernesto de la Peña entre lenguas muertas o vivas; culturas cercanas o distantes; entre saltos del Islam al cristianismo, del budismo al judaísmo; entre Schiller, Leonardo, Quevedo, Rulfo, Goethe, Platón, Borges o Cervantes y agrupándolos siempre y de manera dialogante en la idea circular o completa de manifestaciones humanas. Conocimiento si bien inabarcable pero en suma una gesta digna y necesaria de realizar, conciliadora dentro de nuestro inmediato contexto mexicano con la idea de humanidad.
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"Cuestionario Urbano" realizado a Ernesto de la Peña por Regina Reyes-Heroles para la revista Este País en el 2011.
¿Cuál es su lugar favorito de la ciudad?
Diría una zona, Polanco, que es agradable y, en la medida de lo posible, es poco insegura. Tiene bonitas casas y edificios, buenos restaurantes, y un tráfico de personas muy agradable.
¿Cuál es su lugar aborrecido?
La calle Bucareli, es horrible.
¿Qué ve cuando piensa en la palabra ciudad?
¿Qué ve cuando piensa en la palabra ciudad?
Un conjunto organizado en donde intervienen dos ingredientes muchas veces incompatibles pero siempre complementarios: las construcciones y los hombres. Los viejos habitantes de esta ciudad tan sufrida y tan compleja echamos de menos el México del pasado, y no por esa teoría de que los viejos creen que todo tiempo pasado fue mejor, sino porque objetivamente era menos peligroso. En la Ciudad de México de mi juventud y adolescencia podías caminar a cualquier hora del día y la noche sin temor a que te asaltaran. Ahora la ciudad ha crecido fuera de toda razón, el crecimiento es excesivo y ha causado problemas de toda índole. Hay un dato que me aterroriza: diariamente llegan más de mil personas de la provincia a la Ciudad de México. ¿Qué sucede? Creen que esto es la Meca de lo sueldos y el empleo, de la felicidad, en una palabra. Y se equivocan.
¿A qué huele su ciudad?
La ciudad actual huele a gasolina y desperdicios. La anterior era igual en ese sentido pero, como eran menos vehículos —era una ciudad de dos o dos y medio millones de personas—, entonces era más tolerable. Había un olor que permanece, pero más esparcido, el de nuestros platillos típicos: el de las carnitas o tamales, que para mí era muy agradable. Ahora ya no puedo comer eso, pero yo he sido un gran glotón.
¿Cuál es el sonido de su ciudad?
Es un ruido de cláxones, mentadas de madre y enfrenones. Ése es el ruido. Por eso precisamente es que todos buscamos sitios tranquilos, medio “bucólicos”, que no posterguen tanto la calidad del ser humano, y México es despiadado en eso y lo debe ser por la sencilla razón de que es una urbe tremenda y no hay de otra. Algunos de estos sitios que pueden ser bucólicos son las colonias que antes eran la periferia, como Chimalistac o San Ángel.
¿Por qué parte de la ciudad camina?
Yo ya no camino, en primer lugar estoy viejo y torpe; en segundo lugar, francamente sí me atemoriza la posibilidad de un asalto, no tengo defensa, nunca he sido hombre de pleitos, todo lo contrario. Por mi condición física no camino, más que en la oficina, en mi casa, en casas de amigos y jardines particulares, pero propiamente en la calle, muy poco. Antes, en mi adolescencia, vivía en la esquina de Lucerna y Milán, muy cerca de Cuauhtémoc y a dos cuadras del University Club. Tenía un amigo que cenaba con mucha frecuencia en mi casa y vivía en la calle de Danubio, atrás de la actual embajada americana, y era lo típico: dos adolescentes llenos de proyectos y tonterías en la cabeza que caminaban por Reforma hasta donde estaba su casa. Ése era mi paseo favorito.
¿Qué cosas le cambiaría a la ciudad en la que vive?
Todo. La traza urbana, el desorden de las construcciones. Se puede ver un edificio precioso o una casa señorial y, junto, un puesto de tacos o una vulcanizadora. No hay un diseño urbanístico que la haya regido nunca; por eso es una ciudad cacariza, con zonas muy bonitas, pero pocas en proporción a la enormidad de la ciudad. También haría algo con los franeleros, los acomodadores de coches, los ambulantes y los tianguis pues contribuyen a afear la ciudad, que de por sí es fea, desordenada y arbitraria.
¿Qué multiplicaría?
Desde el punto de vista urbanístico: leyes bien pensadas para impedir la constitución de cosas que no van de acuerdo con un estilo. Si hay alguna ciudad armoniosa, es París. ¿Por qué? Por un criterio rígido del humanismo, de la concepción humanística de la urbanística. México es horrorosa. ¿Que haría yo? Aplicar de verdad, y si fuera posible con efecto retroactivo —ya sé que estoy diciendo una tontería—, una ley urbanística precisa: si Coyoacán es zona colonial, que se respete su carácter. Imagina un edificio de veinte pisos en la calle Francisco Sosa, rompería todo lo que es Coyoacán. ¿Que hay gente que tiene el dinero para hacerlo?, pues que construya en otro lugar. “Ancha es Castilla”, dice el dicho.
¿A qué le teme de su ciudad?
A los asaltos y la inseguridad, a lo despiadado de los narcotraficantes que disparan y no les importa a quién se llevan entre las patas. Una amiga nuestra —de mi mujer y mía—, una mujer de bien, tranquila y pacífica, iba caminando por una calle de la colonia Condesa cuando hubo un pleito y le tocó un balazo. Sin deberla ni temerla. ¿Por qué? Estamos en la jungla. Y en Acapulco estamos matando al turismo. Le temo a que estamos en poder de los narcotraficantes que no se tocan el corazón para matar a su contrario o a quien va pasando por la calle. A esto es a lo que le temo en la ciudad y por eso no camino en la calle; claro que ahora ya tengo muchos años encima y me sería trabajoso, pero sería un poco menos torpe si pudiera caminar sin sobresaltos unas cuatro o cinco cuadras alrededor de mi casa.
¿En qué ciudad le gustaría vivir?
Me gustarían tres y ninguna es la Ciudad de México (y que digan que soy malinchista, me vale gorro): París, Praga y Venecia. Praga es maravillosa, aunque la gente es muy hostil; lo noté hace doce años por primera vez. Los guías de turistas te muestran la ciudad porque es su trabajo, pero siempre lo hacen de jeta. Pero la ciudad es deslumbrante, con los puentes que cruzan el río Moldavia; está en medio de colinas que van bajando y en las orillas hay casas y castillitos de ensueño. Eso no lo tiene París, pero yo tengo una formación francesa; no es que me sienta francés o que tenga algún contacto de sangre con ellos, pero me siento muy a gusto ahí porque hablo la lengua. No hablo checo y no lo he estudiado, eso es una barrera que no me permite interiorizar en lo que dice o piensa la gente. En cuanto a la hostilidad de la gente, eso también lo tiene París. Europa, con toda su grandeza cultural, no deja de ser una serie de pueblos que se hacen la guerra entre sí. Te voy a poner un ejemplo muy ilustre: cuando Francia emprendió las guerras de Italia, en donde resultó perdedora y le fue muy mal, los soldados que regresaron a su país llevaron consigo la sífilis —enfermedad que no se conocía, al menos no oficialmente— y los franceses la llamaron “el mal italiano”. Por su parte, el gran médico del siglo xvi, Girolamo Fracastoro, escribió un tratado sobre la sífilis y, ¿qué subtítulo le puso?: “El mal francés”.
Su ciudad en tres palabras:
Amada, contradictoria y perfectible en grado sumo. Porque sí la quiero, aquí nací y he vivido toma mi vida. La quiero mucho.
Su ciudad en tres colores:
El gris de la piedra; el rosa mexicano de pocas construcciones, pero que me gusta mucho y da un sabor muy típico a lo nuestro, y el color de la teja roja, cuando hay techos de dos aguas.
Su ciudad en tres lugares:
La Condesa, que es típica de la ciudad, una especie de centro emocional; el primer cuadro, que es horroroso, pero históricamente muy importante y del cual tengo recuerdos gratos, y la zona sur, es decir, San Ángel y Coyoacán.
Su ciudad en tres creaciones:
La relativa inconsciencia que significó, en su momento, la construcción de la Torre Latinoamericana, porque en un país tan propenso a terremotos y temblores fuertes se levantó un edificio muy alto que probó que sí se podía; el Palacio de Bellas Artes, cursi, charro y mezcla de muchos estilos, pero que tiene un sabor muy nuestro, muy citadino, y el Castillo de Chapultepec, por su sabor también, es algo típico de esta ciudad. No escogería jamás el Palacio Nacional que se me hace horroroso, parece cuartel.
Su ciudad en tres personajes:
No es que comulgue con la idea o con la actitud vital de estos personajes, sino que, a mi juicio, representan a la ciudad: Cantinflas, ni modo, no me simpatiza, pero es verdad; Octavio Paz, por lo que escribió de México, y en la actualidad —porque ha cambiado en pocos lugares, pero de manera radical, la fisionomía de la ciudad—, Sebastián Basurto. Ese caballito nuevo me parece una maravilla.
Su ciudad en un recuerdo:
Cuando yo era adolescente, en más de una ocasión después de una recepción elegante —yo iba de traje y la muchacha que fuera conmigo, de largo y con joyas—, era muy típico ir a tomar caldos de Indianilla, donde actualmente está la Procuraduría General de la República. Eran unos galerones enormes en la terminal de los tranvías y afuera había unos puestos de caldos que son como un pozole. Muchas veces llegaba con una muchacha, o éramos cuatro o seis y nos sentábamos a comer y junto a nosotros había teporochos que no se metían con nosotros. Eso ya se perdió para siempre. Recuerdo la vieja ciudad, sin peligro, los lugares a los que iba, los cabarets. El Ciro, el Casanova y el Champagne Room, posteriormente el Café de París. Dirás que sólo recuerdo lo noctámbulo pero es un México que conocí y que añoro porque ya cambió y ya soy viejo y no participo en muchas cosas. Pero la vida nocturna es una de las grandes virtudes de esta ciudad, es vívida, llena de actividades. Donde quiera hay gente que improvisa, que tiene conocimientos. La ciudad es extraordinaria en ese sentido, no es una ciudad muerta.
Si su ciudad fuera un animal, ¿cuál sería?
Un elefante blanco.
Enlace de la entrevista:
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