Mujeres militares israelíes se toman una selfi con las ruinas de la franja de Gaza a sus espaldas.
© Tsafrir Abayon, The Associated Press.
Por sus repercusiones públicas, el ensayo “Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal”, es probablemente la obra más conocida de Hannah Arendt. Adolf Eichmann fue el responsable de la logística en el sistema de los campos de concentración y exterminio del régimen nazi. Al terminar la guerra escapó de Europa y encontró refugio en Argentina, hasta 1961, cuando fue secuestrado por el llamado grupo de “vengadores” del Mosad y llevado a Jerusalén para ser juzgado por el Estado de Israel, donde fue sentenciado a muerte, todo al margen de las disposiciones del derecho internacional. Por el alcance mediático del suceso, el The New Yorker pidió a Hannah Arendt ser una enviada especial en Jerusalén y realizar una crónica del juicio.
Arendt, como corresponsal, no solo describió el proceso del juicio minuciosamente, sino que logró plantear una pregunta que resultó esencial para estudiar un problema que escapaba al mismo juicio contra Eichmann y desde donde logro definir la idea de “la banalidad del mal”: ¿Por qué un hombre cualquiera, que no parece malvado, puede colaborar y ser cómplice de algo absolutamente espantoso? Arendt encuentra en Eichmann a una persona común, quien, desde su interés de cumplir las órdenes del Estado nazi, era consciente de su colaboración y lo que esta implicaba, no es capaz de mentir y negarlo, pero tampoco podía encontrar nada propiamente malo en los actos que ha realizado. Eichmann sostuvo que cumplía órdenes de Estado, además, se asumía como un buen ciudadano y que cumplía aquello que se le encomendaba.
La idea de banalidad constituye para Arendt algo semejante, o bajo ciertas circunstancias, algo más monstruoso y aterrador que los ejemplos de agentes del mal, confesos e ideológicamente convencidos, ya que Eichmann no intentó, frente a su juicio, justificar su participación en los campos de concentración y exterminio desde posiciones ideológicas o morales y reduce todo a la idea de cumplir órdenes o asumir una idea de deber. ¿Pero, por qué una persona con rasgos de normalidad psíquica, que no se asume como hacedora de maldad y que tampoco presenta mayores ambiciones de poder o sometimiento puede involucrarse activamente en un proceso de maldad inimaginable?
Arendt señala que un posible origen se encuentra en una cierta incapacidad de juicio, refiriendo que Eichmann se presenta como un hombre normal, atento a su familia y deberes del hogar, un ser que desplegó toda su capacidad de obediencia y la puso al servicio de una maquinaria burocrática orientada a la muerte. Al hablar de la banalidad del mal, Arendt se refiere a la inconciencia de quien comete crímenes actuando bajo órdenes, lo cual no es suficiente para exculparlo pero que sí lo hace sujeto de una nueva forma de entendimiento y de juicio. De tal manera Arendt, desde la descripción de Eichmann, caracteriza para esa época, a un nuevo perfil de criminal que actúa bajo circunstancias desde las que le es extremadamente complicado entender que su sumisión ante la idea de deber, lo está haciendo partícipe de un crimen.
Después de lo anterior, con la fotografía capturada para The Associated Press por Tsafrir Abayon, donde se precia a un grupo de jóvenes mujeres militares israelíes que se toman una selfi con las ruinas de la franja de Gaza a sus espaldas ¿Es posible rastrear, desde la misma imagen, un rasgo de esa banalidad definida por Arendt? ¿O simplemente trata de simples jóvenes, como las de cualquier parte del mundo, preocupadas por atender el apego ansioso con sus cuentas de Instagram?