Jueves, 6 de noviembre de 2025. El suicidio de un estudiante de la Facultad de Arquitectura, ocurrido el 22 de septiembre de 2025, debió haber sido, ante todo, un momento de duelo colectivo e introspección institucional profunda entre administrativos, profesores y alumnos. Interrogar responsablemente sobre las condiciones estructurales que llevan a una persona a tomar una decisión límite encamina necesariamente a reflexionar sobre el papel posible de la universidad, la facultad y la comunidad estudiantil para evitarlo.
Sin embargo, lo que siguió fue sintomático de la crisis política del activismo contemporáneo: una activación mediática digital seguida de movilizaciones universitarias que, partiendo de una indignación absolutamente legítima, operaron bajo supuestos, generalizaciones y una peligrosa confusión entre causalidad directa y multicausalidad sistémica.
La idea que rápidamente se consolidó en redes sociales y ciertos sectores estudiantiles fue tajante y problemática: la exigencia académica de la Facultad de Arquitectura, desde sus requerimientos de tiempo, cultura de taller y dinámicas de evaluación, habría sido el factor determinante, quizá único, del suicidio. Esta narrativa, amplificada por diversas voces externas a la Facultad como las de Teresa Rodríguez de la Vega (https://www.youtube.com/watch?v=imHI7fJS7u0), o Camilo Ocampo (https://piedepagina.mx/no-es-solo-un-paro-es-un-grito-la-unam-frente-a-la-crisis-de-salud-mental/), avalan la reducción de un fenómeno complejo a una ecuación simplista: la exigencia académica equivale a violencia institucional y esta conduce a la muerte.
Esta reducción no solo es analíticamente equivocada, sino éticamente peligrosa, pues invisibiliza la multicausalidad de los procesos suicidas, asentada en historias personales, contextos familiares, condiciones de salud mental preexistentes, factores socioeconómicos y eventos vitales críticos, despojando al estudiante fallecido de su complejidad como sujeto y convirtiendo su muerte en instrumento político de agendas que pueden o no corresponder con las circunstancias reales de su sufrimiento.
Sobre la naturaleza del conocimiento desde el campo de la arquitectura: El debate público ignora o anula deliberadamente una distinción crucial: cuestionar si la formación en arquitectura debe mejorarse constantemente en sus condiciones pedagógicas no equivale a afirmar que sus exigencias sean arbitrarias, reducibles o prescindibles.
Como la medicina, la ingeniería o las artes escénicas, la arquitectura pertenece a disciplinas que no se dominan mediante acumulación pasiva de información teórica, sino que requieren conocimiento situado: integración progresiva de saberes técnicos, habilidades manuales y digitales, sensibilidad compositiva y estética, comprensión histórica y política, pensamiento estructural y constructivo, dominio normativo y capacidad de síntesis espacial.
Esta complejidad epistémica se traduce, de manera general en todas las escuelas, institutos y facultades de arquitectura en México y el mundo, en modelos formativos con implicaciones inevitables, cito algunas:
El taller dentro de la formación de arquitectos es un mecanismo fundamental, que a diferencia de disciplinas fragmentables en unidades no secuenciales, la arquitectura requiere procesos proyectuales sostenidos donde cada decisión interrelaciona múltiples variables como estructura, función, contexto, presupuesto, normativa, forma, composición. Este pensamiento integrador no se desarrolla en sesiones individuales, sino mediante inmersión prolongada que permite internalizar la complejidad de lo arquitectónico.
Otro componente formativo central es la crítica pública, basado en presentaciones ante profesores y compañeros para retroalimentación directa, mismo que es señalado por estudiantes como fuente de ansiedad. Sin embargo, este método responde a la naturaleza del ejercicio profesional real, donde los proyectos son constantemente escrutados por clientes, autoridades, usuarios y colegas. Formar arquitectos incapaces de posicionar y revisar propuestas es formar profesionistas sin herramientas efectivas para el ejercicio disciplinar.
Igualmente, la formación de arquitectos tiene como relevante el enfoque de acumulación técnica progresiva, es decir, el dominio disciplinar requiere sedimentación gradual de habilidades desde dibujo técnico hasta modelado digital, desde cálculo estructural básico hasta el reconocimiento de los sistemas constructivos más usuales. Esta acumulación no puede acelerarse sin sacrificar profundidad; un arquitecto con formación superficial, frente a responsabilidades profesionales, es potencialmente peligroso, pues sus decisiones tienen consecuencias materiales sobre seguridad, habitabilidad y pertinencia, entre otros, de edificios reales.
Lo anterior no implica que el Plan de Estudios vigente desde 2017 en la Facultad de Arquitectura sea perfecto o incuestionable; implica, más bien, que cualquier modificación, replanteamiento o actualización debe distinguir entre sus elementos esenciales, que han sido definidos, integrados e implementados por procesos pedagógicos históricos y sostenidos, y los componentes susceptibles de modificarse sin sacrificar la calidad profesional.
El riesgo de una pedagogía del confort y el desafío de la salud mental: Una de las tensiones más delicadas surgidas del debate posterior al suicidio del 22 de septiembre es la dificultad para distinguir entre exigencia académica legítima y formas reales de violencia pedagógica. Algunos sectores estudiantiles sostienen que ciertas prácticas docentes normalizadas como cargas excesivas, horarios incompatibles con el bienestar, evaluaciones que priorizan rendimiento sobre aprendizaje y constituyen violencia institucional. Esta preocupación merece atención seria, pero existe el riesgo de derivar hacia una "pedagogía del confort": la noción de que cualquier exigencia que active incomodidad, frustración o desafío cognitivo debe eliminarse del proceso formativo.
Todo aprendizaje significativo implica desafío, concentración y dedicación. Enfrentar la propia ignorancia, recibir críticas sobre el trabajo realizado, descubrir que nuestras ideas iniciales eran insuficientes, experimentar la frustración del fracaso proyectual, son experiencias formativas esenciales. La incapacidad para distinguir entre malestar inherente al aprendizaje complejo y formas reales de violencia pedagógica como humillación, arbitrariedad, discriminación, abuso de poder, conduce a demandas que producirían profesionistas incompetentes. Asumir que estudiantes universitarios no pueden enfrentar exigencias significativas es infantilizarlos, tratarlos como sujetos frágiles incapaces de desarrollar resiliencia. Paradójicamente, esta protección excesiva los dejaría más vulnerables ante las inevitables exigencias de la vida profesional adulta.
Además, tratar todas las carreras como si tuvieran idénticas exigencias ignora que diferentes conocimientos requieren diferentes pedagogías. Formar un arquitecto no equivale a formar un filósofo o un sociólogo; cada disciplina posee temporalidades, metodologías y estándares específicos que no pueden homogeneizarse sin destruir su especificidad epistémica. Si la formación universitaria se subordina al criterio de minimizar cualquier malestar estudiantil, el resultado inevitable es la degradación de estándares académicos.
Aquí llegamos al núcleo del problema: la confusión entre reconocer que la universidad tiene responsabilidades en salud mental estudiantil, creer que las exigencias formativas son el origen y exigir que la universidad debe resolver una crisis fundamentalmente social, económica y cultural. La respuesta institucional de la Facultad de Arquitectura, basada en un modelo escalonado de atención psicológica, revela esta tensión. La Facultad reconoce la crisis y propone soluciones dentro de sus posibilidades, pero esto es percibido como insuficiente por estudiantes que parecen operar bajo el supuesto de que la universidad tiene la obligación de garantizar el bienestar psicológico integral.
Este supuesto es simultáneamente comprensible y profundamente problemático. La crisis de salud mental es sistémica y multicausal. Quienes presentan padecimientos mentales diagnosticados o potenciales ingresan a la UNAM con ellos: historias de vida complejas, contextos familiares disfuncionales, precariedad económica, traumas previos, condiciones no diagnosticadas ni tratadas. La universidad no crea estas problemáticas desde cero; las recibe y, en algunos casos, las exacerba. Pero atribuir la crisis exclusivamente a la presión académica ignora que México atraviesa una crisis nacional de salud mental vinculada a violencia estructural, precariedad laboral, desintegración del tejido social y adicción e hiperconectividad digital.
La UNAM tiene responsabilidades ineludibles en salud mental estudiantil, pero no puede ni debe sustituir al Estado. Exigir que cada facultad resuelva mediante recursos propios una crisis de dimensiones nacionales es transferirle responsabilidades que corresponden al Estado: sistemas públicos de salud mental robustos, redes comunitarias de apoyo, políticas laborales que no precaricen la existencia, políticas educativas que no conviertan la formación en competencia frenética por posiciones de estatus.
El desafío epocal mayor y los funcionales involuntarios: Mientras la Facultad de Arquitectura se paraliza por demandas sobre salud mental, infraestructura y comedores subsidiados, todas legítimas pero limitadas o superficiales, avanza silenciosamente una amenaza histórica: la instrumentación masiva de inteligencia artificial que busca reconfigurar radicalmente los modelos de formación profesional impulsada por corporaciones tecnológicas globales.
El verdadero punto de inflexión histórico no es si la UNAM ofrece suficientes psicólogos, botones de pánico, comida vegana o espacios comerciales de autogestión, sino si la universidad como institución moderna conservará relevancia social, cultural y profesional en los próximos años. Las corporaciones que desarrollan plataformas de inteligencia artificial no ocultan su objetivo: el de implantar una nueva economía volviendo obsoletos, en el corto plazo, todos los aparatos institucionales modernos: política, salud, educación, cultura, economía.
En educación superior, el camino trazado es la instalación de modelos hipermercantilizados de formación y credencialización que hoy ya operan desde dentro de las universidades y que es previsible, progresivamente las desplazarán. Plataformas educativas algorítmicas con asistentes virtuales, credenciales corporativas y narrativas que presentan a la universidad tradicional como obsoleta e ineficiente avanzan globalmente con velocidad asombrosa.
Movilizar estudiantes en torno a problemáticas secundarias, sin importar su legitimidad moral, desfocaliza de procesos de relevancia histórica. Peor cuando esas movilizaciones operan desde el desconocimiento político, erosionando involuntariamente la institución frente a su amenaza más grave.
Paradójicamente, aquí la arquitectura adquiere dimensión política insospechada. No puede dominarse mediante acumulación pasiva de información teórica, ámbito natural actual de la IA. Requiere conocimiento situado: integración corporal de habilidades, pensamiento proyectual complejo, sensibilidad contextual, síntesis creativa y, crucialmente, confrontación dialógica mediante críticas públicas donde estudiantes desarrollan, exponen y defienden propuestas ante profesores y pares.
Este modelo formativo constituye una resistencia real contra la obsolescencia universitaria que busca la nueva economía basada en IA. La IA puede generar renders, producir variaciones estilísticas, optimizar estructuras, incluso diseñar edificios completos. Pero no puede desarrollar el tipo de inteligencia técnica y sensibilidad social que emerge de la fricción formativa entre sujetos: capacidad de escuchar necesidades no articuladas, negociar complejidades políticas y económicas irresolubles algorítmicamente, tomar decisiones proyectuales éticamente fundadas, habitar el conflicto creativo que toda arquitectura implica.
Defender exigencias formativas rigurosas en arquitectura no es sadismo pedagógico sino defender espacios donde la universidad produce algo irreemplazable: sujetos capaces de pensamiento complejo, trabajo colaborativo sostenido y compromiso ético trascendente. Estas son trincheras donde se juega la vigencia social de la universidad pública.
La preocupación fundamental no es que las demandas estudiantiles carezcan de legitimidad, muchas son válidas, sino que la miopía estratégica de sus movilizaciones, la ausencia de formación política para identificar amenazas estructurales de largo plazo, y la fragmentación en reivindicaciones desarticuladas, los convierte paradójicamente en funcionales involuntarios de la erosión acelerada de la universidad pública.
Sin articulación estratégica, sin capacidad de identificar dinámicas estructurales del poder contemporáneo y sin comprensión de sus temporalidades, cada paro, cada semestre interrumpido, cada episodio de deslegitimación pública de la universidad y de la facultad constituye objetivamente un avance del proyecto corporativo tecnológico de desmantelamiento de la educación superior pública y gratuita. La paradoja es brutal: mientras se movilizan por condiciones que ellos consideran dignas dentro de la institución, contribuyen inadvertidamente a su debilitamiento frente a quienes buscan reemplazarla.
Como actores políticos fundamentales, los estudiantes siempre deben tener la libertad para ejercer sus derechos de movilización y disputa de espacios de poder. Pero precisamente por ser sujetos políticos, no pueden escapar del análisis crítico sobre las consecuencias objetivas de sus acciones en la correlación de fuerzas, desde lo micro y macro, que determinará la supervivencia o liquidación de la universidad pública.

No hay comentarios:
Publicar un comentario