domingo, 20 de noviembre de 2022

La selva primera



La excepcional nobleza y sabiduría de sus gestos podrían representar a deidades, reyes, militares o chamanes. No lo sabemos, no lo podremos saber. Algo escapa a nuestra capacidad de comprensión, pero también hay algo, en esa misma imposibilidad, que nos conmueve profundamente y de alguna manera nos transforma.

Y cuando se está frente a ellas nuestra cuestionable audacia moderna nos orilla a interrogar, a balbucear unas preguntas ¿Qué miraban con tanta sabiduría? ¿Acaso a un jaguar cazando, en su ámbito y esplendor? ¿Un ritual, indescriptible para nosotros? ¿Una batalla en la que resultaron, de alguna manera, victoriosos? ¿O es una melancolía anclada en sus dulces niños de piedra con cara de jaguar? 

En todo caso, si hay algo que estará presente, en esas mismas miradas, muy probablemente es la selva. La selva lejana, la selva primera y del origen, misma que aún hoy emite tenues pero distinguibles sonidos, suficientes para pensar en un paisaje:

Una lluvia ligera casi como un vapor inunda una profunda y oscura selva. Cantan aves, rugen bestias, hay voces incomprensibles de mujeres y niños y en lo recóndito, un grupo de hombres cincelan sobre piedra, con esmero y claridad, un rostro con una mirada congelada pero también viva. Esa misma mirada que hoy perdura y nos interroga.

El poeta Carlos Pellicer insistía que, en las cabezas colosales olmecas, en sus miradas se podían ver al hombre, pero también al jaguar. Al hombre animal, a la bestia hombre, una suerte de vinculación o equilibrio entre hombre y naturaleza que es imposible para nosotros, una sabiduría inaccesible.